jueves, 3 de octubre de 2013

Y un día, nos vimos


La primera vez que nos vimos, él estaba agonizando.
En medio de un duelo entre Montescos y Capuletos, Mercucio moría hermosamente, recordándonos una vez más la fragilidad de la vida y el valor de la amistad.
Todavía no había llegado Moscú, ni la fama, ni la danza en las grandes avenidas. Pero ya se despegaba claramente de todos los demás.
Sé que es preciso explicar por qué digo que “nos vimos”, si yo estaba colgada de la última butaca del gallinero. Y él, moría allí, tan lejos.
Pero tan cerca.
Toda su carrera se trató de eso: acercar. Acortar las distancias.
Sacar la danza a la calle. Meterla en los medios. Llevar a Piazzolla en los pies. Traernos el cielo en cada salto.
Ese cuerpo inquieto al que sólo lo frenó una rodilla en disidencia, hoy sigue acercando la belleza del movimiento a todos y todas los que la quieran ver.
Porque ya no se trata de poder. Poder, podemos todos.
El gran estratega de la danza, ahora transmite los backstages por televisión. Abre la casa tantas funciones como hagan falta para que no se quede nadie afuera. Mete a la compañía dentro de las aulas de las escuelas públicas. Trae la gente en trenes de las puntas más lejanas del paisito.
Hoy nos vimos cara a cara por primera vez.
La charla fue relajada y profunda. El sonrió y recibió todas las preguntas con interés y amabilidad.
Ya escribiré mañana una nota más profesional y menos emocionada.
Pero hoy no podía dejar de contarles este enorme e importante paso que dí – y que oculté rabiosamente, por cábala.
Gracias a todos por aguantarme.



Foto: Fabián Marelli

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